EL VISITANTE


Le  extrañó que llamaran a la puerta a las once de la noche. Ya había cenado y estaba a punto de meterse en la cama pero el sonido del timbre le hizo darse la vuelta en mitad del pasillo. Frunció el ceño y trató de adivinar quién podía tener la desfachatez de molestarle a esas horas. Pensó que podía ser el presidente de la comunidad pues el día anterior se había celebrado una reunión y él no había asistido. Quizá quería exponerle los puntos tratados y las conclusiones y acuerdos al que el resto de vecinos había llegado. Cuando abrió comprendió que se había equivocado por completo.

Al otro lado de la puerta apareció la figura delgada y siniestra de un hombre mayor vestido enteramente de negro. Llevaba un maletín en la mano. Lo primero que pensó fue que con toda probabilidad  se trataba de un Testigo de Jehová.

Tenía el pelo canoso y muchas arrugas en la cara, tantas que no era una locura pensar que el visitante pudiera haber alcanzado los 80 años hacía ya mucho tiempo. Lo miraba a través de unos intensos ojos azules, muy vivos y alegres, aunque la expresión en el rostro del desconocido le inquietaba. Estuvo a punto de cerrarle la puerta en las mismas narices. No estaba dispuesto a escuchar tonterías sobre Yavé ni cosas por el estilo pero las primeras palabras que pronunció el desconocido lo dejaron bastante asombrado:

-Buenas noches, señor Bellido, perdone que le moleste a estas horas en las que debería estar descansando pero lo que le vengo a comunicar es muy urgente.

Se quedó paralizado. Era evidente que aquél hombre no era Testigo de Jehová ni vendía enciclopedias  o Seguro alguno. Cuando se quiso dar cuenta, el visitante se coló en el piso cruzando el vano de la puerta y pasó  a su lado con la mirada fija en el suelo.

-Será mejor que cierre la puerta y tome asiento.-dijo sin mirarlo siquiera.

Roberto giró su cabeza para seguir con la mirada al desconocido, que se había detenido en mitad del salón. Le daba la espalda. Estaba inmóvil. El negro maletín colgaba de su mano.

Cerró la puerta muy sorprendido y se acercó al hombre. Se colocó frente a él y se sumergió en la mirada penetrante de aquellos ojos inmensos, de vivo y sorprendente color. El visitante tenía el ceño fruncido, parecía consternado, como si las dudas y la preocupación lo asaltaran. Por un momento, a Roberto Bellido se le pasó por la cabeza la posibilidad de que el hombre estuviera nervioso.

-Siéntese, por favor.-dijo el desconocido.

Roberto miró al hombre que tenía el semblante muy serio, como si estuviera a punto de darle una mala noticia. Se puso  nervioso y comenzó a sudar. Notó un pequeño dolor en el pecho, cerca del corazón. Tomó asiento y el visitante hizo lo propio.

Al sentarse, los pantalones del desconocido se subieron para arriba y Roberto pudo distinguir unos calcetines blancos. Dejó el maletín entre sus pies y entrelazó las manos. 

-Verá señor Bellido, es posible que mi visita le parezca… un tanto extraña.

-No sé quién es usted pensé que…

-Que sería un vendedor de aspiradoras  o algo así, ¿verdad?

-Algo así, sí.-admitió.

-O uno de esos vendedores de Religión  a los que desprecia.

Roberto guardó silencio y un intenso escalofrío recorrió el centro de su espalda. Tuvo la impresión de que aquél hombre le conocía en profundidad y después de observarlo en silencio durante varios segundos  pensó que el desconocido le resultaba familiar. Nunca lo había visto, de eso estaba completamente seguro, pero en su interior sabía perfectamente de lo que se trataba.

-Créame si le digo que si no hubiera sido necesario no habría venido a importunarlo.

-¿Quién es usted?

-Eso… de momento no importa.-el visitante bajó los ojos y su mirada se perdió en la indiferencia que ofrecía el suelo.-Lo verdaderamente relevante es el motivo por el que estoy aquí.

Roberto sintió que el salón se cubría de una tenue oscuridad. La luz de la lámpara bajó de intensidad durante apenas unas décimas de segundo pero que pareció un momento tan largo y extenso como la agonía de un preso condenado a cadena perpetua.  Después sintió un frío intenso. La temperatura había bajado con tanta velocidad que tuvo que frotarse los brazos desnudos para entrar en calor. Resultaba aterradora la visión del visitante, que, al hablar, por su boca salía un extraño vaho, como si una misteriosa neblina emergiera de las profundidades de su garganta, como demonios que escapaban del interior de su alma.

-Quiero que sepa que si hubiera otra manera de solucionar esto…

Roberto se sobrecogió cuando el visitante levantó la mirada y le observó directamente. La belleza e intensidad de sus grandes ojos azules se convirtieron en una dura expresión que emanaba del abismo que ahora eran  sus pupilas. Se vio obligado a desviar la cabeza y aún así notó que el desconocido lo seguía taladrando con sus ojos.

-¿Qué es lo que ocurre?

-Usted nació el 15 de Enero de 1971, ¿No es así?.-habló el visitante mientras levantaba el maletín y lo colocaba sobre sus rodillas. Se dispuso a abrirlo y no esperó la respuesta de Roberto para seguir hablando.-Pasó su infancia en un pequeño pueblecito de Barcelona pero muy pronto se trasladó con sus padres a la casa de sus abuelos  en Málaga cuando éstos murieron en un trágico accidente automovilístico.

-¿Es usted abogado?

-No soy abogado.-respondió el desconocido y sacó una carpeta del interior del maletín que volvió a colocar entre sus pies. Abrió la carpeta y extrajo varios papeles que examinó con suma atención. Roberto permaneció expectante. Observó que le temblaban las piernas, que le sudaban las manos, que se había instalado un molesto pitido en los oídos y  un agudo dolor en el centro de su cabeza. El desconocido siguió hablando.-Su madre, Elena Sánchez Ortega, falleció el 15 de Agosto de 2003 y su padre, Manuel Bellido Dominguez, lo hizo hace  poco más de dos años, el 12 de  Marzo de 2010 después de sufrir una larga y dolorosa enfermedad.

Aquellos datos, todos, eran correctos. El hombre tenía mucha información y los papeles que manejaba en sus manos parecían contener datos sobre su vida. El visitante extrajo un folio y lo leyó con atención y en silencio, después se lo tendió a Roberto. La expresión en el rostro del desconocido, con su semblante serio y sus ojos cristalizados, que ahora estaban rodeados de un brillo especial, le asustaron tanto que cuando alargó el brazo para recoger el papel éste se cayó al suelo. Y lo hizo de una forma extraña como si en lugar de ser una simple hoja fuese un trozo de acero, porque se precipitó al suelo con una velocidad vertiginosa y al chocar contra la madera produjo un ruido ensordecedor. Roberto permaneció en silencio, asustado. El hombre no bajó la mirada  y sus grandes ojos azules le observaban con desmedida preocupación.

Cuando tuvo la hoja en las manos se sorprendió que el tacto y el peso fueran precisamente los de una hoja de papel. No podía entender cómo había caído al suelo de esa forma ni el sonido que había provocado. Contempló al hombre, al que distinguió muy nervioso, y después centró su atención en el folio que había recogido. Estaba escrito casi en su totalidad pero Roberto no pudo entender el idioma aunque sí reconoció dos pequeños detalles situados al final del texto, tanto a derecha como a izquierda.

La firma de su madre.

La firma de su padre.

Entonces Roberto lo entendió. Lo que sujetaba en las manos debía de ser una especie de testamento y aquél hombre  un notario o  trabajador  de la agencia donde sus padres habían redactado lo que sin duda era un reparto de bienes. 

-¿He heredado algo?

-No, en absoluto.-respondió el desconocido y agachó la cabeza, avergonzado.-Quiero que sepa que yo me limito a realizar mi trabajo. Soy un simple empleado.

Roberto se asustó. Observó el papel y trató de entenderlo pero el texto era ilegible. Por el contrario, las firmas de sus padres resultaban claras y precisas y observó que estaban realizadas con tinta roja. Frunció el ceño y pasó las yemas de sus dedos sobre las rúbricas. Se las manchó. 

-Esto… ¿esto es sangre?

El visitante se encogió de hombros consternado, impotente.

-Verá que hay una fecha al final, junto a… 

Roberto vio la fecha entre las firmas de sus padres. Era lo único que estaba escrito de forma legible. 20 de Agosto de 2013. Precisamente hoy.

-Y una hora. ¿La ve?

-00:00 horas.

El visitante, quizá de una forma teatral, desvió la  mirada y la bajó hacia su muñeca donde Roberto pudo distinguir un enorme reloj de pulsera de color plateado.

-El tiempo se ha cumplido.

-¿Qué tiempo?.-preguntó perplejo Roberto.

-El suyo, señor Bellido.-respondió el visitante y clavó en él sus ojos de intenso y vivo color azul. Roberto sintió un molesto escalofrío recorriendo su cuerpo, como si un  fantasma invisible lo hubiera abrazado. El pitido en los oídos era más intenso, al igual que el dolor de la cabeza, que ahora se había extendido hasta su pecho y los orificios de la nariz le comenzaron a moquear.

-Perdone pero no entiendo nada de lo que está pasando desde el mismo momento en que he abierto la puerta.-dijo Roberto pero el temblor en su voz delataba que estaba muy asustado y guardó unos segundos de silencio antes de volver a hablar, quizá porque temía las respuestas a sus preguntas.-¿Quién es usted? ¿Qué hacen las firmas de mis padres en este papel? ¿De qué va todo esto?

El visitante se levantó muy lentamente sin apartar la vista de Roberto, que siguió sentado devorado por la expresión de tristeza que emanaba de la mirada del desconocido.

-Esta situación siempre es incómoda para mí, es la peor parte de mi trabajo.

-¿De qué está hablando?

-Yo lo siento mucho. No puedo hacer nada por ayudarlo.-la expresión en el rostro del visitante reflejaba cierta sinceridad y dolor.-Si las cosas fueran de otro modo, si usted tuviera una sola oportunidad…

Roberto se quedó perplejo ante las palabras que acababa de escuchar.

-¿Oportunidad para qué?

-Para seguir viviendo, señor Bellido, para seguir viviendo.

Hubo un estruendo en la entrada y la puerta se abrió  con gran estrépito. Roberto, sobresaltado, desvió la cabeza en esa dirección y no advirtió que el visitante ni siquiera se había inmutado. Seguía de pié, observando a Roberto con cierta ternura y resignación, agarrando el maletín con una de sus arrugadas manos.

Por la puerta de la casa comenzaron a entrar cuatro personas vestidas completamente de blanco. Llevaban los rostros cubiertos por mascarillas y las manos protegidas por guantes de látex. Eran hombres fuertes y robustos y Roberto retrocedió visiblemente asustado. 

-Roberto Bellido Sánchez  de 42 años de edad.-dijo el desconocido con voz grave.-Su contrato de vida ha expirado.

Los cuatro hombres que habían entrado se acercaron a Roberto y dos de ellos lo asieron de los brazos para levantarlo. En lugar de ojos, tenían dos orificios pequeños y profundos, incandescentes.

-De acuerdo al documento que se le ha entregado y firmado por Elena Sánchez Ortega y Manuel Bellido Domínguez  el 11 de Diciembre  de 2011, su vida debe terminar hoy día 20 de Agosto de 2012  a las cero horas. 

Los hombres de las mascarillas se llevaron a Roberto que comenzó a gesticular y a moverse compulsivamente. Gritó y pidió explicaciones pero nadie más habló. Una vez que salieron por la puerta los gritos de Roberto dejaron de escucharse.

El hombre del maletín esperó pacientemente y pocos minutos después ocurrió lo que estaba aguardando. Seis figuras vestidas enteramente de negro, con los rostros marmóreos y tan delgadas como palillos, con expresiones muertas y los ojos tan blancos como la nieve, entraron  en el piso transportando un ataúd de madera. Tras ellos, otros seis hombres, tan misteriosos como los primeros, entraron llevando  un segundo ataúd. Después de dejarlos en mitad del salón, los doce hombres desaparecieron por el vano de la puerta, uno tras otro, como hormigas que regresan a su correspondiente hormiguero.

El hombre del maletín observó unos momentos los dos ataúdes y suspiró resignado. Su rostro mostraba una apatía sombría y la intensidad de sus grandes ojos azules parecía haberse perdido, como si se hubiera caído a un pozo sin fondo. Movió la cabeza levemente y después contempló la esfera del reloj de pulsera. Torció la boca en un gesto de desagrado y se dio la vuelta. Caminó hacia la puerta, con los hombros caídos y una extrema pesadez en las piernas. Su delgada figura se perdió en la oscuridad que desprendía la escalera.

Pocos minutos después las dos tapas de los ataúdes  se abrieron, al unísono. Dentro había dos cuerpos, un hombre y una mujer. Ambos completamente desnudos. Eran personas mayores, con la piel ajada y oscura, casi no parecían humanos. Tenían los ojos abiertos. Daba la impresión de que estaban  muertos… pero aquellos ojos parpadearon.

Se incorporaron como lo haría Christopher Lee en una de sus viejas películas interpretando a Drácula y movieron sus cabezas, ella hacia la derecha y él hacia la izquierda. Sus miradas se encontraron y ese encuentro provocó que los labios de la pareja se movieran mostrando una escueta sonrisa. Se levantaron completamente y salieron de sus respectivos ataúdes. Los cuerpos desnudos del hombre y la mujer se fundieron en un enorme abrazo, como si llevaran toda una eternidad sin verse ni sentirse, como si un muro inexpugnable los hubiera  separado durante siglos. 

A ninguno de ellos, ni a Elena ni a Manuel le preocupaba la suerte que a partir de entonces correría su hijo. Lo importante, ahora y siempre, eran ellos, únicamente ellos.


Sentado  en el metro, con el maletín entre las piernas, el visitante viajaba con los ojos cerrados, lo que no impidió que aún se notaran bajo ellos la marca que habían dejado las lágrimas bajando por sus arrugadas mejillas. En algún momento, mucho antes de llegar a su destino, aquellos ojos azules se abrieron. Parecía que su rostro se había encendido como si dos potentes bombillas se hubieran activado. Había recobrado la intensidad en el color de sus ojos y agachó la cabeza hacia su maletín. Con las manos temblorosas tuvo cierta dificultad para abrirlo pero finalmente consiguió hacerlo. Los papeles de su interior estuvieron a punto de caerse y logró sujetarlo con una de sus manos a pesar de que el vaivén del vagón, un vagón completamente vacío, no le facilitaba las cosas.

Examinó con atención los informes que contenía el maletín hasta que encontró la ficha de una mujer de apenas 25 años de edad. Cerró los ojos y movió la cabeza con carácter de preocupación y una vez más se sintió impotente y malvado.

Examinó con atención el contenido del dossier y leyó con interés las cláusulas de un contrato firmado hacía años por unos padres desafortunados que encontraron la muerte prematuramente y tuvieron la mala suerte de toparse  con el Diablo en su camino hacia la oscuridad.

Contempló la imagen de la joven, una pequeña fotografía de carnet. Era guapa, hermosa más bien y maldijo su trabajo de nuevo, como tantas otras veces.

Guardó todo en el maletín y lo cerró. El metro ya llegaba a su destino. Se puso en pié al tiempo que el metro frenaba. Las puertas se abrieron y el hombre se apeó en la estación. Nadie más bajó del metro. Miró a su alrededor y leyó los letreros luminosos sobre fondo naranja que colgaban del techo, con el nombre de las calles que se encontraban en la superficie. Consultó su reloj de muñeca y después comenzó a caminar hacia una dirección determinada…

…el hogar de la persona cuyo contrato de vida expiraba en las próximas horas.






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