DE REGRESO A LA MUERTE

La sensación que me embargaba era muy extraña. Sé que estaba muerto, de hecho, recordaba cómo había ocurrido mi muerte. Y desde aquél instante sólo hubo oscuridad. Ahora hay otras sensaciones inauditas dentro de mí, algo anómalo que no sabría definir con exactitud. Si dijera que creo que estoy vivo no sería del todo acertado pero lo que sí parece perfilarse con una claridad meridiana es  que vuelvo a tener conciencia.

Me siento muy raro. Mi muerte fue indolora. Apenas sentí nada más que un barrido brutal que sesgó mi vida. No sufrí. No vi luz alguna ni amigos y familiares ya muertos vinieron a recogerme, como muchos otros afirman haber experimentado. Nada. Absolutamente nada. Quizá, si estiramos un poco la imaginación, un poco de frío y una ambigua oscuridad.

Ahora es diferente. Estoy muy incómodo. Tengo los miembros agarrotados. Siento las piernas como si fueran las patas de una mesa  clavadas en el suelo. Y los brazos permanecen completamente inmóviles. Mi cerebro trata de mandar señales pero no responden. Además, en el interior de mi cabeza siento un peso extraño, como si la tuviera llena de agua. 

No puedo abrir los ojos. Creo que los tengo abiertos pero no disfruto de esa sensación. No oigo mi respiración y parece que mi interior está vacío. A veces noto movimiento ahí dentro, como si algo se estuviera arrastrando, recorriéndome de arriba y abajo. Resulta incómodo e inquietante. 

Nada oigo. El lugar donde estoy debe de ser insonoro. Ni el más leve quejido, ni el más suave de los lamentos llega hasta mí. Tengo la garganta seca. Trato de humedecerla con saliva pero no dispongo de ella. Percibo mis labios agrietados, una molestia extraña en mis ojos y la seguridad de que estoy en el proceso de algo.

Llevo horas aquí tendido. He tratado de incorporarme pero mi cuerpo no responde. No puedo realizar ni el más leve de los movimientos. Tengo la sensación de estar encerrado en algún lugar pequeño y húmedo,  oscuro y frío.
Huele muy mal. Cada vez peor. Debe de ser lo único sano que hay en mí después de la muerte: El olfato. Es un olor sucio, muy agresivo, que podría marearme por completo si es que no lo estoy ya.  Huele a viejo, a humedad, a mierda, a… muerto. ¡Vaya!, creo que ya sé lo que estoy oliendo.

Entiendo que mi cuerpo se ha podrido con el paso de los días. No sé el tiempo que llevo aquí dentro pero tal vez se trate de semanas, meses, años quizá. Mucho me temo que estoy dentro del ataúd donde me enterraron. Durante un instante, que apenas ha durado uno o dos segundos, la sensación de pánico me abriga y trato de incorporarme. ¿Y si me han enterrado con vida? No, yo estaba muerto, eso lo tengo claro y ahora, por alguna extraña razón que desconozco, vuelvo a tener conciencia.

Algo se agita dentro de mi estómago, que a estas alturas debe de ser una masa parecida al paté, mezclada con la descomposición de mis otros órganos. De ahí la sensación de vacío y a la vez de pesadez que siento dentro de mí. El extraño hormigueo que recorre mi cuerpo, de arriba abajo, tiene que deberse al  molesto  arrastrar de los centenares de gusanos que tratan de devorar mi cuerpo. Siento asco y repugnancia. Quiero agitarme para expulsar esos bichos de mi propio cuerpo pero no sé si no dispongo de la fuerza necesaria para hacerlo o simplemente mi atrofiado cerebro, donde deben pulular moscas y larvas a sus anchas, no es capaz de enviar las órdenes adecuadas.


Es un hedor insoportable al que intuyo debo acostumbrarme. Me encuentro muy débil y sin embargo poco a poco voy notando cierta mejoría. Creo escuchar algo. No sé si lo oigo realmente o simplemente lo percibo de algún modo extraño, no de una forma normal, vamos.

Son voces. Y es otro olor.

Voces humanas. Olor humano.

Mi cuerpo se pone en tensión. Ha sido como un latigazo que ha recorrido mi espina dorsal. Presto atención. Oigo claramente el arrastrar de los gusanos sobre mi cuerpo. Entran y salen a voluntad por los orificios de mi nariz. Algunos se han quedado atascados entre los huecos que han dejado mis dientes podridos. Si pudiera mover la boca partiría sus pequeños cuerpecitos en dos pero la fuerza no es mi aliada en estos momentos aunque confío en que mi suerte cambie.

Indudablemente son voces humanas. Resuenan como el coro de los ángeles a varios metros de distancia. Son varias. Las oigo hablar aunque no puedo entender qué es lo que están diciendo. Hay varios hombres ahí fuera. Y también algunas mujeres.
Y huelen de una forma muy especial.

Algo estalla en el interior de mi cabeza. Como si el agua que pensaba que la llenaba se hubiera derramado. He sentido un estruendo dentro de mi aplastado cerebro. Como si una descarga eléctrica se hubiera producido dentro de la cabeza. Y desde entonces puedo mover las manos. Las cierro con extrema lentitud pero es un movimiento que antes no tenía. Y he comenzado a salivar. La seca garganta ha comenzado a humedecerse. Es una sensación extraña pero a la vez divertida. Estoy muy nervioso, inquieto. Algo está ocurriendo en mi interior. Las sensaciones son dispares y atractivas.

Trato de prestar atención a esas voces que oigo en el exterior. Son muy hermosas. No dejan de hablar y ahora percibo incluso las respiraciones de sus dueños, los agradables latidos de sus corazones, el aroma de sus cuerpos.
Y me agito dentro de mi ataúd. Me sacudo con fuerza. Mi cuerpo se ha movido. Ha sido algo brusco pero tengo una necesidad imperiosa de salir de esta trampa mortal.

A pesar del agarrotamiento de mis músculos, voy percibiendo una especie de cosquilleo que no sé si atribuir a los continuos mordiscos de los gusanos que se están alimentando de mi cuerpo o bien a que mis músculos vuelven a estar activos. Pero me siento débil. Y ese hediondo olor, que  a todos visos resulta insoportable, es cada vez más intenso y desagradable. Me gustaría levantarme y huir de aquí. Abandonar este oscuro agujero, dejar atrás la frialdad de la muerte y alejarme de la peste que despide mi propio cuerpo. Y me acercaría a esas voces que oigo en el exterior, hermosas, entrañables, amigas y cercanas que despiden un aliento que llega con toda claridad hasta mí y me traspasan. Se me hace la boca agua solamente de pensar en estar junto a aquellos hombres y mujeres que se encuentran en el exterior.

 Los oigo hablar. Parecen nerviosos y algunos hasta tensos. Otros tienen voces muy enérgicas que ofrecen indicaciones y dan explicaciones. 

¡Qué hermosos sonidos emiten las gargantas de ese puñado de humanos!

No puedes imaginar la fragancia que desprende los cuerpos de todos y cada uno de aquellos hombres, de esas mujeres. Desde el lugar en el que estoy, sin poder verlos con mis propios ojos, sé las edades que tienen por el tono de sus voces. Podría decirte cuándo se han duchado, qué han probado sus bocas en las últimas horas. Por esa razón sé que muchos de ellos, los más jóvenes, tienen miedo y aunque parezca extraño, tienen miedo de mí. Esto me deja perplejo porque  significa que saben que estoy aquí. ¿Me sacarán de mi encierro? En cambio otros, los que tienen voces  varoniles y de edad más avanzada, no tienen miedo en absoluto, al contrario.

Son niños, en su mayoría. Apenas podrán tener diez o doce años. Huelen francamente bien, Los latidos de sus jóvenes corazones resuenan en el interior de mi cabeza y me provocan un ansia extrema. Mi garganta emite un sonido estruendoso y mis manos se levantan para golpear la tapa del ataúd. Creo que han escuchado los golpes porque las voces han enmudecido de inmediato salvo algunos murmullos que me dejan algo desconcertado. 

Cada vez el olor que desprenden los cuerpos de los humanos que están en el exterior va venciendo la peste que desprende la putrefacción de mi cuerpo. Y cada vez me siento más lleno de energía, como si estuviera volviendo a la vida.
Logro cerrar las manos con algo más de fuerza y levanto los brazos para golpear de nuevo la tapa del ataúd. Una y otra vez,  sin descanso, al tiempo que mi garganta emite un sonido agónico que se une al sonido de otras gargantas que producen ruidos parecidos desde el interior de sus tumbas. 

¡No soy el único! ¡Hay más como yo y estamos volviendo a la vida porque tenemos hambre!

¡Quiero comer! La fragancia de los humanos es tan exquisita que no puedo quitarme de la cabeza morderlos, masticar sus brazos, comerme sus cerebros mientras se agitan inútilmente. Mi estómago regurgita, mi garganta pide sangre y cada minuto que pasa  anhelo más y más acercarme a ese grupo de humanos. Puedo percibir cómo se agolpa el sudor en algunas de sus frentes, el sonido que hacen al tragar, el sensual ronquido de la sangre recorriendo sus apetitosas venas.

Tuvo que ser espectacular. No lo entiendo de otra forma. Varias personas como yo, ya muertas, comenzaron a golpear las tapas de sus respectivos ataúdes. Los sonidos de mis puñetazos quedaron eclipsados por la cacofonía que irrumpió en la oscuridad de aquél cementerio. Aún así, a pesar de que los muertos estábamos tratando de salir de nuestras eternas prisiones, los humanos del exterior no se amilanaron y permanecieron allí. Podía sentirlos muy cerca, calientes y jugosos.

Logré romper la madera, Mi brazo atravesó la tapa y chocó con la tierra húmeda. Lancé un gruñido de alegría y desconcierto y a mi euforia se unió la de los demás. Todos comenzados a romper el ataúd y con las manos quitamos la tierra que nos tenía aprisionados. Fue difícil llegar hasta arriba pero finalmente lo conseguimos. Varias manos, entre ellas las mías, emergieron de entre las tumbas, saliendo de la tierra como flores que se movían mecidas por el viento. Y tras las manos fuimos sacando los brazos.

Tardamos mucho tiempo. Estábamos agotados pero solamente pensar en que allí se encontraba la comida, dispuesta en bandeja, era motivo más que suficiente para continuar con nuestro empeño.

Sacamos las cabezas de entre la tierra, Nuestros cuerpos putrefactos mostraban un aspecto deplorable. Logramos salir de la tumba. Los gusanos seguían presentes en nosotros,  como parásitos que formaban parte de nuestro inservible organismo. 

Nos incorporamos. Éramos un pequeño ejército. ¡Y todos estábamos hambrientos!

La presencia de seres vivos en las cercanías era ya una realidad para nosotros. Los golosos latidos de sus corazones, algunos nerviosos, otros viejos pero la mayoría jóvenes y fuertes, taladraban nuestros oídos y nos impulsaban a movernos en aquella dirección. La fragancia apetitosa de sus cuerpos, el olor de sus cabellos, el ruido agradable del pestañear de sus ojos, las apetitosas respiraciones, profundas y agitadas, nos estaban volviendo loco. Rugimos como monstruos, quizá como demonios y avanzamos en la dirección donde se encontraba  la comida.

Nuestro avance fue lento e impreciso. La oscuridad cubría nuestros sentidos, aún atrofiados y muchos de ellos inútiles, pero teníamos la sensación de que una vez hubiéramos devorado a todos aquellos humanos recuperaríamos lo que siempre fuimos.
Caminamos como marionetas rotas entre las tumbas de las que habíamos salido. Nos dirigíamos hacia el grupo de humanos que se encontraban en los alrededores cuando alguien, una voz enérgica y potente, pronunció unas palabras que sonaron terribles:

-¡Fuego a discreción!

La media docena de niños que se encontraban tras unos árboles con sus rodillas clavadas en el suelo no dudaron en apretar el gatillo de sus respectivos rifles mientras un grupo de adultos, en su mayoría mujeres ataviadas con uniformes militares, observaban la escena para evaluar el rendimiento de los jóvenes reclutas. Las fuertes detonaciones sonaron en el silencio del cementerio y los cuerpos de los muertos vivientes fueron zarandeados por los proyectiles de plomo. Algunos cayeron al suelo pero otros lograron aguantar los envites y con el pecho agujereado consiguieron avanzar peligrosamente hacia la multitud.

-¿Qué cojones estáis haciendo? ¡¡Disparad a la puta cabeza!!

Los reclutas  tardaron en reaccionar pero finalmente apuntaron hacia las cabezas de los muertos y se las volaron con varios disparos. Los cerebros atravesados por las balas  quedaron inservibles y los muertos cayeron al suelo, entre gemidos profundos y dolorosos. El olor a pólvora se mezcló con el miedo de aquellos niños y el hedor putrefacto de los muertos que ya habían dejado de moverse.


Los pequeños  recibieron las felicitaciones  de sus superiores, orgullosos y complacidos, mientras soldados veteranos comprobaban que todos los revividos habían regresado de nuevo a la muerte.


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