LAS TRES MALDITAS

Me visitaron en mitad de la noche, en algún momento entre las dos y las tres de la madrugada. Hora de fantasmas, según algunos…

Tres mujeres de armas tomar. Bellas y hermosas, espectaculares, con cuerpos soberbios y descomunales, de esas damiselas que quitan el hipo, te dejan sin aliento y  te ponen en pié de guerra. Creo que ya me entiendes…

Tres chicas en mi habitación. Con la puerta cerrada y en  penumbra. 

Mujeres cañón. Chicas de bandera. Piernas esbeltas. Tetas grandes. Melena largas  y manos sensuales.

Vestían de rojo, con trajes de noche que marcaban sus curvas de un modo excitante aunque, para mi gusto, la tonalidad de la piel de estas muchachas era demasiado blanca. Sus rostros y brazos desnudos destacaban entre la penumbra y les conferían un aspecto estrictamente fantasmal pero los sinuosos movimientos de sus caderas, los voluminosos pechos y sus bocas abiertas de forma sensual me hicieron perder la razón y olvidarme de semejantes  tonterías.

Parecían mujeres   de otro mundo.  Modelos retocadas con Photoshop.  Guapas y explosivas. Chicas de fábula. Apetecibles e irrechazables. Derramaban hermosura con cada uno de sus  gestos;  cada poro de sus cuerpos  destilaba perfección. Eran lindas y encantadoras…

…pero no tanto como para no fijarme en determinados detalles, algo extraños e incómodos.

Estaban por ejemplo sus miradas. Digamos que no eran lujuriosas ni nada por el estilo. No emanaban deseo. Para que me comprendas, no estaban allí para darme masajes eróticos con final feliz.   Al contrario. Sus expresiones resultaban tenebrosas y oscuras. Sus ojos parecían carecer de brillo alguno, como si pertenecieran a personas muertas. Y luego estaban esas  manchas oscuras de sus mejillas.

Lloraban. Las tres. Y lo hacían mientras me observaban. Me estremecí. Miedo pasé. Aunque me costó concretar qué me había llamado la atención de sus mejillas descubrí que las lágrimas que resbalaban desde el  interior de sus ojos estaban salpicadas de sangre y dejaban a ambos lados de sus blanquecinos rostros unos surcos inquietantes que me hicieron palidecer.  Cuando levantaron sus brazos vi que también estaban manchados de un inquietante rojo escarlata  y las manos de aquellas mujeres yacían cubiertas por completo de sangre.

Si ya me encontraba asustado, cuando abrieron sus bocas  sentí tal terror que hubiera salido volando por la ventana si mis fuerzas me lo hubieran permitido porque sus bocas, abiertas grotescamente como una mueca deformada en rostros cubiertos por una maldad estremecedora, enseñaron la hilera de unos dientes negros y podridos.

Ya no me parecían tan bellas ni hermosas. Ya no me excitaban tanto. Es más, me sentía extraño porque en realidad nada sentía, ni siquiera el latido de mi corazón.

Miré hacia abajo, quizá porque comprendía que algo no andaba bien y descubrí un enorme boquete en mi pecho. Vi mis tripas sanguinolentas como un revuelto de carne  sin determinar y mi corazón roto en tres pedazos exactamente iguales, como una manzana partida para compartir entre tres comensales.

¿Dolor? Eso era lo extraño. Ninguno. 

Sin comprender absolutamente nada, las tres mujeres me miraron con cierto interés morboso. Supongo que a estas alturas nada bueno podía  esperar de todo esto salvo que acabase  pronto.

Deduje (en un alarde de inteligencia sin precedentes) que me quedaba muy  poquito en este mundo si es que todavía seguía en él. “Se llevarán mi alma”, pensé,  si  eso era lo que habían venido a buscar. “Probablemente también  se coman  mi corazón”, murmuré,  porque parecían muy  hambrientas. De cualquier modo, su presencia en mi habitación no era nada relajante porque sí, estaban muy buenas, las tres, pero tenían esos detalles que te echaban para atrás, por no añadir (pues vergüenza me da) que en la entrepierna no  sentía absolutamente nada y no me apetecía echar un vistazo para comprobar si allí abajo estaba todo bien.  Considéralo orgullo de hombre, si quieres. 

En definitiva, su  visita no resultó  agradable. Y ellas lo sabían, porque sonrieron  aunque sus miradas en todo momento me parecieron tristes y lejanas, como si sintieran lástima  por mí, algo que me dejó desconcertado.

Supongo que el alma se me escapó en el mismo momento en que las vi inclinarse sobre mí y mi conciencia fue barrida por un abrigo de sombras imprecisas. Mi vida se entregó  a la oscuridad y nadie me pidió opinión al respecto. Me dejé llevar. Nada pude hacer para evitar todo esto porque no se trataba  de un sueño del que fuera a despertar. Era  tan real como la vida misma, una vida agotada y que ya no me pertenecía.

Ellas eran Las Tres Malditas, tres seres abyectos  que a veces se cuelan en la habitación de los hombres solitarios.


Yo, por mi parte, solamente soy un pobre desgraciado que ha sido condenado al sufrimiento perpetuo sin conocer causa ni razón.


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