LA PAJITA MAS CORTA

Intentó librarse de la horda de muertos vivientes que se había levantado de sus tumbas. No lo logró. La atraparon dentro del coche que había  utilizado para huir y sus gritos sonaron con absoluta desesperación. Decenas de ojos contemplaron la escena desde sus escondites. Un buen número de personas se horrorizó al ver cómo los cadáveres trataban de entrar en el coche. Rompieron los cristales. Sus brazos muertos atravesaron las ventanillas y sus manos cadavéricas la cogieron. Y tiraron de ella.

Su garganta profirió terribles alaridos y su cuerpo se agitó como el de una posesa tratando de zafarse del asedio al que se vio sometida. Los muertos dominaban la ciudad. Era el comienzo del Fin de los Días. 

Los cadáveres habían sembrado el caos y el olor a muerte en avanzado estado de descomposición abusó de la atmósfera de tal manera que la convirtió en algo  irrespirable.

La mujer era muy hermosa. Pelo largo. Largas piernas y buenas tetas. Unos ojos azules como el cielo, una boca sensual y un culito redondo y prieto. Por esa mujer muchos hombres serían  infieles a sus esposas, incluso matarían por una noche de loca pasión entre sus brazos. Sin embargo, hoy, ahora, ninguno de los que observaban la lucha que mantenía con los zombies movió un solo dedo para ayudarla. La mayoría ni tan siquiera parpadeó. Muchos dejaron de mirar para no sentirse culpables. 

La mujer sintió el primer mordisco y vio la cara de un muerto que se retiraba con un trozo de carne en la boca. Después llegaron los siguientes mordiscos y con ellos los gritos que profería su garganta. Gritos de auxilio. Gritos que suplicaban ayuda. Gritos baldíos. Hasta que su garganta se rompió y de improviso enmudeció.

Los muertos entraron en el coche. Arrancaron las puertas, que sonaron como el lamento de monstruos infernales. Los zombies aullaron excitados al ver que la principal frontera que impedía morder y masticar a la tía buena del interior del hierro con ruedas quedaba atrás. 

Estaba indefensa, pese al hacha que llevaba en la mano y que agitaba cada vez con menos fuerza. No era peligrosa, pese a las patadas que propinaba con la punta de acero de sus botas de cuero. Era sólo una tía y ellos muchos muertos, vivos por el hambre que sentían.

La observaron. La miraban con ojos inertes y cristalinos y babeaban porque parecía muy sabrosa y se la querían comer de la cabeza a los pies.  Uno de los muertos alargó las manos y la manoseó. Pechos duros y turgentes. Y esos pezones que se marcaban en la camiseta blanca con atractivas manchas de sangre parecían pequeñas cerezas a las que hincarles el diente.

Le quitaron las botas. Los calcetines y los vaqueros. La dejaron con sus braguitas. Casi desnuda, aún trataba de zafarse del ataque mortal de los muertos y cuando ya no pudo más y se rindió, notó que unas manos putrefactas le desgarraban la camiseta  y sus pechos, ahora libres, saltaron alegres para enfrentarse a la pandilla de repugnantes muertos vivientes que abrieron sus bocas y movieron sus lenguas para degustarla.  Se la comieron mientras luchaba, como una heroína de película.

No dejaron nada. Hubo quien se llevó sus costillas, otros el brazo o las piernas. Entraron en su cuerpo a través de las heridas que había sufrido y le desgarraron el interior. Hígado, corazón y pulmones quedaron en las manos de los cadáveres, como trofeos efímeros que más temprano que tarde acabarían  bajando por sus gargantas muertas. Los intestinos, como cuerpos atrofiados de venenosas serpientes, eran arrastrados por un grupo de zombies que se alejaban con paso torpe, buscando una esquina poco frecuentada para disfrutar de tan exquisito manjar.

Separaron su cabeza del cuerpo. Se bebieron sus ojos. Le arrancaron la lengua y  aplastaron su nariz. Se llevaron las orejas. Dejaron su largo pelo en el suelo, como un felpudo  cubierto por la sangre y la masa gris de un cerebro que ya estaba siendo masticado por los más espabilados del grupo de muertos vivientes.

La tía estaba muy buena. De eso podían dar fe los que se la estaban comiendo…

…y el grupo de hombres que habían estado con ella en el sótano del que se había marchado.

Ahora, los cinco hombretones  lamentaban la decisión que habían tomado. Era evidente que se habían equivocado. La hazaña era una completa locura, algo imposible de realizar. Escapar en el coche que había aparcado en la calle de enfrente y deambular por las calles de la ciudad, sorteando el inconmensurable ejército de muertos para llegar a la gasolinera y coger unas botellas de agua, cigarrillos, patatitas fritas, algunas chocolatinas, leche y todo lo que pudiera servir para pasar el cautiverio lo mejor posible, de ahí que también pusieran en la lista una caja de preservativos.

 Quién debía realizar la proeza, quién sería el héroe, era algo que decidiría la suerte. Ninguno de los presentes era lo bastante valiente como para levantar la mano y ofrecerse voluntario. Cuando la pajita más corta le tocó a ella, ninguno de los presentes se reconoció lo bastante hombre como para ponerse en su lugar. Y la tía buena que  los volvía a todos locos, que los tenía empalmados a todas horas…

…se marchó.

Se quedaron allí solos y cuando escucharon los gritos de la muchacha y el sonido de los muertos al irrumpir violentamente en el coche permanecieron quietos, lamentando la muerte de la chica pero no porque les importara en realidad sino porque hubieran preferido que otro habría ido en su lugar y seguir teniéndola allí cerca, para mirarla, jugando con la posibilidad de consolarla en las noches frías de un Apocalipsis de ultratumba.

Pero se marchó ella. La de las tetas grandes. La de la  mirada dulce y boca sensual. Esa que los habría hecho gozar uno  a uno…
…pero a ella le tocó la pajita más corta, la obligación de salir al exterior en busca de víveres. Y se quedaron todos los machos alfa ocultos en su escondrijo, como cobardes babosas.

Claro que ella tuvo problemas. El horror había llegado a la ciudad. Los zombies rodeaban las calles y no pudo seguir mucho tiempo en el coche. 

La detuvieron. 

La cercaron.

Entraron.

Y ella se defendió como una amazona. Y  logró salir airosa, con varios rasguños, con algunos mordiscos, pero salió. En mitad de la calle, con un hacha de mano como arma, gritó como una endemoniada con la seguridad de  que los capullos que había dejado atrás la estaban escuchando Se imaginarían que perecería bajo las mandíbulas podridas de los jodidos muertos y no contaba con que uno solo de ellos acudiera en su ayuda. No necesitaba a aquellos hombres. Se podía valer por sí misma. Y así lo demostró.

Ellos, y los idiotas que miraban desde sus casas encerrados como orugas, creerían que se la comerían, que le destrozarían el cuerpo y fantasearían con sus curvas mientras cerraban los ojos y se tocaban la polla. 

Sobrevivió. A duras penas, la verdad sea dicha.

Dejó un buen número de cadáveres esparcidos por el suelo. No se movía ni uno. Miembros amputados, cabezas que rodaban por el suelo, sangre por todas partes. Destrucción al más puro estilo Viernes 13


 Notó la mirada de un buen puñado de curiosos que se asomaban a las ventanas de sus casas, esa misma gente que no había movido un solo dedo por ayudarla y que ahora la llamaban para que formara parte de su grupo. Necesitaban a una chica cañón entre sus paredes, una chica espectacular que encima supiera luchar. Ni los miró. Caminó entre las calles, alejándose de una ciudad ya muerta donde sólo quedaban pusilánimes.  Los zombies se apartaban a su paso y el sonido de los tacones de sus botas al golpear el pavimento se parecía al  de una amplia carcajada que marcaba el compás al que se movían sus nalgas, unas nalgas cubiertas por unos  pantalones vaqueros ajustados y manchados de sangre.



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